En el transcurso de la vida de Jesús en la tierra, Dios declaró dos veces: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia”. La primera vez fue a orillas del río Jordán, cuando Juan bautizó a Jesús, y la segunda en el monte donde fue transfigurado. Dios sigue constantemente con la mirada todo lo que ocurre en esta tierra. Y, desde el comienzo de la historia de la humanidad, tiene ante sus ojos el espectáculo del pecado, el cual imprime su odioso sello por todas partes.
Sólo Jesús, el único hombre que estuvo sujeto a la voluntad de Dios hasta el punto de dar su vida, recibió esta señal de la divina aprobación: “En quien tengo complacencia”. La plena satisfacción de Dios pudo expresarse de esa manera por primera vez respecto a un hombre. Así se cumplía lo que los ángeles proclamaron cuando Jesús nació: “Buena voluntad para con los hombres” (Lucas 2:14). El que en la tierra llevaba así una vida perfecta era el amado Hijo de Dios. En su divino poder, “se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres” (Filipenses 2:7). Fue verdaderamente hombre pero sin dejar de ser el Hijo de Dios.
Inclinémonos ante el inspirado testimonio del amor divino que se manifestó en esta Persona única: el amado de Dios, quien vino a la tierra para salvarnos, porque Dios nos ama. ¡Escuchemos su voz!
Centro bendito de amor paternal;
Hombre te hiciste y por tu sacrificio
Conocemos ese amor eternal.